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El plátano «falsificado» y el «filósofo de colmado»


Por Roberto Valenzuela


Hace dos días fui al supermercado más famoso de la capital —ese donde todo

cuesta un poco más, pero la gente va “por costumbre”— y me encontré con

una escena tan dominicana que parecía sacada de una comedia de cine local.

Una señora estaba parada frente a una montaña de plátanos, pero no los

estaba escogiendo ni pesando… ¡los estaba regañando!

—¡Estos son plátanos falsificados! —gritaba con indignación, mirando,

señalando con su dedo índice acusador a los racimos como si ellos tuvieran la

culpa de algo.

Intrigado, como buen dominicano curioso, me acerqué y le pregunté con

respeto:

—Vecina, disculpe que me meta en su conversación con los plátanos, pero…

¿qué es un plátano falsificado?

Ella me miró como quien observa a un turista recién llegado y respondió con

toda seguridad:

—Ay, pero usted está muy atrasado. Eso es cuando los plátanos no saben a

plátanos.

Y tenía razón. De inmediato intervino otra señora que andaba por allí, tenía

poca ropa, los rolos cubiertos por una redecilla, chancletas de goma y la voz de

quien sabe de fritos verdes:

—Es que los plátanos buenos son los de Barahona. Esos sí saben a plátano,

no como estos que parecen de laboratorio. Saben a plástico, son importados.

Seguí mi recorrido y, en la siguiente góndola, encontré otra escena digna de

grabarse: una señora hablando sola frente a los precios. Decía en voz alta:

—¡Dios mío, pero esta leche sube más que el dólar!

En otra esquina del supermercado había un señor con pinta de «filósofo de

esquina» o «filósofo de colmado». Son esos «tiguerones» que se las saben

todas y siempre están en las esquinas de los barrios, «dando cuerda» a los

más «pariguayos» o teorizando, tratando de arreglar el país sin moverse del

lugar.

Este filósofo conversaba con otro cliente y soltó la frase del día:

—El que siembra habichuelas no puede comer guandules.


El otro, confundido, solo asintió, como quien no entiende nada, pero tampoco

quiere parecer ignorante.

Mientras tanto, las madres avanzaban con los carritos convertidos en

cochecitos de diversión. Los niños, felices, iban sentados en los carritos, como

reyes, comiendo galletitas abiertas sin pagar todavía, con una sonrisa de oreja

a oreja. Algunos hacían sonar la «bocina del carrito» con la boca, haciendo

ademanes con las manitos extendidas sosteniendo el guía de su carro de alta

gama, como si estuvieran conduciendo como Toretto en Rápido y furioso,

conduciendo un Ferrari o un Porsche por el pasillo de las pastas.

Y claro, no podían faltar las «fashionistas del súper»: esas damas venezolanas

que confunden el supermercado con una pasarela. Van maquilladas desde las

nueve de la mañana, con leggings que desafían las leyes de la física y tacones

que hacen eco en el pasillo de los embutidos. Una de ellas, mientras hablaba

por teléfono, decía:

—Amiga, yo vine solo a comprar una lechuga… y ya tengo el carrito con más

de siete mil pesos.

Conclusión: Si uno quiere escuchar de todo —chismes, quejas, teorías

conspirativas y prédicas filosóficas—, solo tiene que ir al supermercado. Ese es

el verdadero confesionario del pueblo: entre los pasillos y los carritos de

compra se ventilan frustraciones, se lanzan teorías y se cuentan historias

dignas de telenovela.

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